“Los museos de verdad son los sitios en los que el tiempo se transforma en espacio”. Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura 2.006.
Las medianías del S.XIX, fueron testigos del gran debate entre el inglés John Ruskin y el francés Eugène Viollet-le-Duc. El primero, crítico de arte y autor de “Las siete lámparas de la Arquitectura”, defendía el romanticismo de las ruinas como parte del legado de nuestros ancestros, las cuales deberían de ser conservadas tal cual se hallaban. El segundo, arquitecto, sostenía que la preservación de los monumentos antiguos no tenía sentido si no eran rehabilitados y destinados a un uso actual.
La controversia nunca llegó a resolverse del todo, aunque puede afirmarse, con las debidas cautelas, que hoy día los criterios de rehabilitación de edificios y monumentos van más por la vía que sostenía el arquitecto francés. Y ese dilema debió suscitarse a la hora de decidir qué hacer con el baluarte de Sant Pere.
La ubicación privilegiada de esta antigua fortaleza en el centro de Palma, frente al mar y flanqueada por Sa Riera que hacía de foso natural, así como los muchos años de abandono que llevaba padeciendo, movió a las Instituciones a instalar entre sus recias murallas el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Palma, encargándose el proyecto al mallorquín Estudio de Arquitectura STC formado por los arquitectos Vicente Tomás y Ángel Sánchez-Cantalejo, que contaron con la colaboración de los hermanos Luis y Jaime García-Ruíz, también arquitectos.
Los cuatro proyectistas diseñaron una sobria construcción de hormigón visto de color blanco, acero, vidrio y madera, con unas terminaciones neutras que “dialogaran” de forma natural con las nobles piedras de marés que conforman los muros y contrafuertes de la antigua posición costera. La disposición de espacios y la distribución de recorridos añadió valor a la nueva instalación, de tal manera que se crearon zonas de exposición exteriores e interiores, con el propósito de facilitar su relación con la ciudad que las rodea y con el mar, vía por la que un día arribaron visitantes menos amigables de los que hoy recibimos y que en definitiva, fueron los que dieron el sentido original a la existencia del bastión defensivo.
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La comunicación entre los espacios expositivos es lineal, a través de largos pasillos y de rampas que nos conducen de forma natural por las distintas salas y terrazas donde se exponen las colecciones del Museo.
Casi todas las obras mostradas en el interior del Museo, pueden contemplarse bajo una agradable iluminación natural que se tamiza a través de unos lucernarios a 90º en su techo; estos elementos, además sirven para regular las diferencias en la intensidad de la luz natural que llega a las salas en cada estación del año. Y hablando de luz, podría decirse que Es Baluard tiene dos caras: la diurna, donde la fuerte insolación mediterránea hace resaltar al color blanco de sus muros de hormigón y, la nocturna, más cálida, que realza con iluminación eléctrica los antiguos muros de piedra de marés.
El Museo posee una zona de exposiciones permanentes con obras pictóricas, escultóricas y fotográficas de artistas relacionados con las Baleares del siglo XX a la actualidad, entre los que encontramos a Antoni Ribas, William Degouve, Ricard Ackermann, Arnaldo Pomodoro y muchos otros.
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En Es Baluard también se organizan numerosas exposiciones temporales que vienen a dar vida y movimiento a una institución museística que es de todo menos estática, lo que hace atractiva su visita con cada nueva inauguración. Como aficionado a la fotografía, me llamó la atención la denominada Reproductibilitat 1.1 y entre sus obras, el impresionante retrato titulado Konstantina de Pierre Gonnord y el tríptico Prosper I de Francisca Martí.
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Pero este Museo es mucho más que un lugar en el que solamente se enseñan obras de arte, pues su utilidad para el ciudadano o visitante de Mallorca va más allá de la mera contemplación de colecciones artísticas. Me gustaron mucho sus terrazas, de grandes superficies con suelos de piedra o madera, donde también se exponen esculturas y se encuentran recoletos rincones con sofás y sillones que invitan a tomarse un respiro y a charlar o leer en un entorno diferente.
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Desde los adarves —camino de ronda de las murallas en la parte más alta de la fortaleza—, se contemplan buenas vistas de la Catedral, de la Bahía de Palma, del Barrio de Santa Catalina y, más a lo lejos, del Castillo de Bellver, conformando una atalaya privilegiada desde la que disfrutar de los espectaculares amaneceres o atardeceres que nos regala el cielo mallorquín. En definitiva, cuando se visita Es Baluard se puede sentir cómo se produce esa mágica transformación del tiempo en espacio que, tal como afirmaba Orhan Pamuk, es la que lo convierte en un Museo de verdad.
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En el siglo XVI Mallorca era un centro neurálgico del tráfico comercial del Mediterráneo, amenazado permanentemente por las visitas indeseadas de piratas venidos de Berbería, o de corsarios patentados por naciones en conflicto con el Imperio Español, entre ellos el tristemente célebre Khairad-din (Barbarroja) o el odiado renegado turco Hardín Cachidiablo (Drub El Diablo).
Situaciones parecidas se daban en todas las posesiones del Imperio, lo que llevó a S.M. el Rey don Felipe II a despachar Ingenieros Militares que proyectaran y desarrollaran planes de fortificación en los puntos con mayor riesgo de sufrir ataques y expolios. En el caso de Mallorca fue el ingeniero Giacomo Palearo, el que inició en el año 1.575 la construcción del bastión de Santa Catalina, nombre de la puerta medieval y del antiguo barrio de pescadores situado a poniente del enclave. La fortaleza fue llamada también bastión de Santa Creu, por la parroquia próxima y baluarte de Sant Pere, por el nombre de una de las calles laterales, de donde procede su denominación actual de Es Baluard.
En el Renacimiento, la Artillería —Ultima ratio Regis— ya se había enseñoreado de las batallas terrestres y navales; ello obligó a los Ingenieros Militares a diseñar masivas fortificaciones de forma poligonal o adiamantada, con perfiles más bajos y parapetos más anchos que los de los castillos medievales, con la particularidad de que sus muros se construían con una pendiente hacia el exterior —la escarpa—, de entre 15º y 20º, cuyo propósito era favorecer el rebote de las granadas de la artillería enemiga al incidir en ellos y así impedir la penetración de la muralla.
El último ataque importante que sufrió Es Baluard ocurrió en fecha tan próxima como el 11 de Enero de 1.963 y logró derribar buena parte de sus muros, según la noticia que publicó El Diario de Mallorca. Los piratas esta vez se presentaron bajo la forma de especuladores inmobiliarios, que atentaron sin reparo contra los restos de la posición, pese a que ésta había sido declarada Monumento Nacional. Pero no salieron indemnes pues, tal como relató la prensa de la época, los culpables fueron apresados y condenados a sufragar la reconstrucción de la muralla demolida por la mina que mandaron colocar y además, a otras penas de prisión.
Y ahora tú, querido lector, dime si estás más de acuerdo con las teorías de John Ruskin que hubieran aconsejado dejar el Baluarte de Sant Pere en el estado en que se hallaba o, por el contrario, apoyas las tesis de Eugène Viollet-le-Duc y prefieres ver esta fortificación reconvertida en la institución cultural de primer orden que disfrutamos hoy . . . el debate aún sigue en pié.
Créditos: Fotografías del autor, las imágenes de personajes históricos son de Wikimedia Commons y las dos fotos nocturnas de Es Baluard han sido cedidas al autor por la propia institución.